ASUNCION de María
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   La creencia antigua de que María había recibido el privilegio de ser llevada en cuerpo y alma al cielo, en compañía de su amado hijo, fue proclamada doctrina de la Iglesia por el Papa Pío XII de forma oficial. Pero habían transcurrido para entonces 19 siglos de trayectoria de la creencia, si es que ya a mediados del siglo I María había muerto en Efeso o en Jerusalén y los discípulos de Jesús habían sido conscientes de que su se­pul­cro había quedado vacío por un de­signio providencial de Dios.
   Desde los primeros tiempos, se tuvo la seguridad de que la Madre del Señor había seguido la misma trayectoria de su Hijo: vivir para el Reino, morir para cumplir el plan divino, volver a la vida para alentar la esperanza de los demás, subir a los cielos para seguir haciendo una labor de mediación y de salvación.

 

 

   Evidentemente que la diferencia con Jesús se hizo patente sin fantasías, como las que luego alentaron los escritos apócrifos. La recta interpretación de esa creencia hizo claras las distinciones: Jesús subió a la gloria del Padre por su propio poder; sin embar­go, María fue llevada por el poder de su Hijo (Asun­ción, no ascensión).
   Jesús quedó a la derecha del Padre para juzgar a vivos y a muer­tos; María quedó junto al Hijo, por asociación, para seguir una misión de colaboración; Jesús entró en su propia gloria y para ejercer su divino poder; María se unió, para siempre y en bien de la Iglesia, a la gloria y al poder de sus Hijo divino.
   En ese estado dichoso y singular, bien puede ella ser llamada Reina del Univer­so, Mediadora de las gracias, Auxiliadora de los pecadores, Modelo de los hombres, Madre de la Iglesia, Pro­tectora de la humanidad y mil títulos más que se le han atribuido a lo largo de los siglos.

   1. Muerte de María

   El punto de partida de esa creencia fue, desde los primeros tiempos, el he­cho de la muerte de María, cuando se termi­naron sus días mortales. Entonces, como a todos los demás, le llegó la hora de dejar de vivir. Los demás fueron al sepulcro. Ella, por singular designio divi­no, fue llevada al cielo con su Hijo.
   Ningún dato históri­co queda al respecto: dónde vivió, cómo vivió, cuánto vivió en los años posteriores a la muerte de Jesús. Lo único que sabe­mos es fue vinculada a Juan, el amado, en la cruz.
   Y sabemos, o intuimos, por qué vivió: por la voluntad de su Hijo; y para qué vivió: sólo para cumplir la voluntad de su Hijo. Su cualidad de criatura humana la sometía a las leyes de la naturaleza mortal. Pero, su dignidad de Madre de Dios, hizo pensar a los primeros cristia­nos que su tránsito a la otra vida debió revestir caracteres singulares.

   1.1. Datos y tradición

   Las diversas opiniones y tradiciones sobre su muerte, dormición o tránsito, se han apoyado más en la fantasía de los comentaristas que en informaciones verosímiles o confluyentes. La más sólida fue la tradición de que, después de un tiempo en Palestina, tal vez en Jerusalén, se trasladó con Juan a Efeso. Acaso fue en la primera persecución contra los seguidores de su Hijo (año 34), cuando murió Esteban, o en la segunda que estalló con Herodes Agripa (año 44), en la que murió Santiago.
   Si vivió 63 o 70 años, como dicen diversas leyendas o pretendidas revela­ciones (como la de Santa Brígida), poco antiguas por otra parte, en nada afectan a la tradición cristiana, la cual la mira entregada plena­mente a la obra y a la comunidad de los seguidores del Señor.
   Cuando llegó el momento querido por Dios, María concluyó su vida de muerte natural, sin que se pueda decir más. Pudo ser de enfermedad o de anciani­dad, con clara consciencia o con una suave "dormi­ción", como prefirieron decir los cristianos orien­tales.
    Tal vez aconteció en Efeso, donde según la tradición vivió con el discípulo amado, Juan, y donde se conserva el llamado sepulcro de María, en el que pudieron reposar sus restos hasta el momento del tránsito. O tal fue en Jeru­salén, de donde había partido para su Reino su divino Hijo. No hay datos fide­dignos mínimos al respecto. Las creencias fundadas se detienen en el sentido de que la muerte de María fue un hecho natural, lleno de paz, de amor a Dios y de consuelo para los cris­tianos de la Iglesia primitiva, a la que ella ayudó a afianzarse en los primeros momentos.

   1.2. Creencias y testimonios.

   Los primeros Padre reconocen y declaran que María tuvo que morir de ver­dad, porque su divino Hijo había muerto. Así lo expresan Orígenes (Com. a Juan 2. 12), San Efrén (Himnos 15. 2), San Jerónimo (contra Rufo 11. 5), San Agus­tín (In Joan. 8.9), por citar algunos significativos o que mejor resumieron la prime­ra mariología.
   Pero otras opiniones diferentes se extendieron ya en los siglos V y VI. La forma de pasar al cielo, en las tradicio­nes diferentes, aluden a la vida de amor divino y de expec­tativa que llevó cada vez más intensa. Su partida fue más un sueño de amor a Dios que un espasmo violento de agonía. La idea de la "dormición" fue muy explotada en la liturgia de las Igle­sias orientales.
   En esa situación, es la única criatura inmortal (a imitación de Elías y de He­noc, en interpretación de los promotores de esa opinión). Y la razón estuvo en su ausencia de pecado. Si ella no había cono­cido el pecado, "por el cual entró la muerte en el mundo" (Rom. 5. 12 y 8. 10), no tenía por qué morir. Así lo pensaba en el siglo VI el presbítero Timoteo de Jerusalén, (Oración sobre Simeón), que afir­mó que, llevada al cielo, se man­te­nía inmor­tal por deseo de su divino y omni­potente Hijo.
   Pero los seguidores de esta idea de inmortalidad fueron escasos en número y significación, en contrapartida con la mayor parte de los Padres y escritores, defensores de la mortalidad de María.
   En la Edad Media la creencia en la muerte de María fue general. El Papa Adriano I envió al emperador Carlomag­no entre el 784 y el 791 un Sacramenta­rium, en el que se contiene la oración que refleja la creencia pontificia: "Venerada es por nuestra parte, Señor, esta festividad que nos recuerda la muerte temporal de la Madre de Dios."
   La muerte de María no fue castigo del pecado, pues ella no tuvo pecado. Fue natural sujeción a las leyes de la natura­leza, queridas e impuestas por Dios a su misma Madre. Además, con ella no hizo otra cosa que imitar a su divino Hijo, el cual también murió cuando llegó el mo­mento de cumplir los planes divinos.

   2. Asunción al cielo

   Sin que podamos precisar cómo ni cuándo, la creencia primitiva de la Igle­sia fue que, después de morir, el cuerpo de la que no había conocido la corrupción del pecado tampoco conoció la corrupción del sepulcro. A su debido tiempo y de la forma que sólo Dios sabe, fue tomada por su Hijo y llevada al cielo.
   Pero la cuestión que dividió en el pasado las opiniones fue si fue simple­men­te un traslado de su cuerpo sagrado como signo de su dignidad y a imitación del cuerpo de su Hijo, o si hubo mucho más que eso: resurrección, vida, activi­dad espiritual, etc. Su vuelta a la vida por la re­unión de su alma con su cuerpo fue lo más defendido.
   Aunque suponga entrar un poco en la especulación y en el intento ingenuo de querer comprender lo incomprensible y de explicar lo inexplicable, lo que se debe decir es que María vive en "el cielo", no en el firmamento; que "subió" misteriosamente, no materialmente; y que su existencia no es ahora natural sino sobrenatural, pero real. Y que la mente del hombre no es capaz de abarcar este hecho o situación, pues no es lo mismo invisible que sobrenatural.

   2.1. Razón doctrinal

   La doctrina religiosa es clara, senci­lla y universal: María fue llevada al cielo en cuerpo y en alma. Está viva y tiene una función eclesial permanente por decisión divina. Es algo que Dios ha querido y como tal debe ser asumido.
   Las explicaciones de los comentaristas resultaron muy diversas a lo largo de los siglos. Fueron desde la suposi­ción de una vida ulterior dinámi­ca, consciente, al estilo de la que tuvo en la tierra, vincula­da con los seguidores de Jesús a lo largo de los siglos, hasta una visión más simbólica, mística, vaporosa. Pero la orientación eclesial fue superando am­bos extremos demasiado humanos, ante el predominio de una interpretación sobrenatural, ajena a todas las cate­go­rías naturales que se puedan imaginar desde la expe­riencia humana.
   Lo mejor ante las diversas opiniones y comentarios es situar la Asunción de María en clave de misterio. El dogma que la Iglesia definiría (Pío XII, 1950) ya muy recientemente, quedaría condensa­do en conceptos y terminologías senci­llas: elevación, unión de cuerpo y alma, al final de su vida terrena, por volun­tad de Dios, a ejemplo de Jesús, etc. La defi­ni­ción centró la atención y la inten­ción en el hecho y no en sus circunstancias. La primera creencia se transformó así en dogma (en doctri­na obligatoria de creer). Definió la Asunción de María al cielo y su efecto: la presen­cia perma­nente allí en cuerpo y alma.
   Todo lo demás: si murió o no, si ahora vive en forma consciente o no, si fue pronto o tarde, si lo supieron los Apóstoles como experiencia directa o por creencia difusa posterior, no entra en el texto de la definición.
   Lo normal es pensar que María recibió de Dios un tipo de vida resucitada miste­riosa e inexplicable naturalmente. Y es fácil de entender que su situación desde entonces es semejante a la de su divino Hijo: es decir, vive y actúa desde el cielo en conformidad con los planes de Dios, piensa y ama, se relaciona y se proyecta, pero todo ello en forma "sobre­natural" y no física o natural.

       2. 2. Aspectos parciales

   En el misterio hermoso y consolador de su Asunción, María nos señala a los demás el camino que hemos de seguir y el ideal al que hemos de aspirar.
   Subió en cuerpo y alma a los cielos y señaló el destino de todos los humanos, aunque ellos conozcan la corrupción de sus cuerpos en el sepulcro. Y esto suena como contrasentido en el mun­do pre­sente, lleno de ciencia, sensorialidad y demostraciones empíricas. Por eso, la Asunción de María escapa a las leyes cosmológicas y, por tanto, a las posibili­dades de explicación racional.
   Nunca como hoy el sendero del cielo se infravalora tanto y se desea tanto la permanencia en la tierra. María sube al cielo, para decirnos lo mismo que Jesús nos dijo al marchar: "En casa de mi Pa­dre hay muchas moradas. Una vez que me haya ido y os haya preparado lugar, volveré y os llevaré conmigo, a fin de que podáis estar donde yo voy a estar a partir de ahora".  (Jn. 14.1-3)

   2.3. Argumentos diversos

   La defensa de la Asunción de María se apoya al máximo en determinadas razo­nes de conveniencia, de preeminencia y de excelencia. La princi­pal de ellas está en la dignidad de Madre de Dios, que lo fue con toda su persona: con su cuerpo en la gestación y con su alma en la disposición. El cuerpo, en el cuál se había formado el cuerpo de Jesús, no parecía compatible con la corrupción del sepul­cro. Y el alma de la Madre del Señor, la base de su persona, no debería quedar separada del cuerpo.
   Su participación en la obra redentora de Cristo, en la encarnación, en la evan­gelización, en la pasión, reforzaba esa razón de conveniencia, pues ella, por ser Ma­dre del Redentor, tuvo misión sin­gular en la trayectoria terrena de Je­sús.
   Era conveniente que, después de consumado el curso de su vida so­bre la tierra, recibiera el fruto pleno de la re­dención, que consiste en la glorificación del cuerpo y del alma, la cual recibió después de subir al cielo.
   La época escolástica conoció muchos testimonios a favor de esta creencia primitiva. Se apoyó en la originalidad de María, ensalzada por la Escri­tura Sagrada como llena de gracia, y en el argumento de que la muerte fue el castigo del pecado original que María no había co­nocido. Si el castigo terminó con la san­ción de "volver a la tierra, para con­vertir­se en polvo" (Gn. 3. 17), María no fue portadora de la causa del castigo, el pecado, y no debería recibir la pena del mismo, la corrupción.
   En consecuencia, ella debería recibir de Dios un trato diferente por su cuali­dad de santa, de virgen fecunda y, es lo más importante, de Madre suya, singu­larmente amada. Es fácil simpatizar con el razonamiento que fueron perfilando en este perío­do los grandes teólogos maria­nos, basados en su inmuni­dad de todo pecado.

   2.4. Ecos bíblicos

   Lo más difícil siempre resultó entresa­car en la Sda. Escritura argumentos claros o aproximados al respecto. De hecho, aunque la creencia en la Asunción de María fue compartida con nor­malidad desde los primeros tiem­pos, los apoyos bíblicos fueron frágiles y hubo que compensar con piedad popu­lar su carencia.
   Los teólogos aluden a veces al senti­do típico de diversos pasajes para iluminar con ellos el misterio de la asunción cor­poral. Entre los más citados, se hallan el emblema de la mujer del Apocalipsis "triunfadora del gran Dragón" (Apoc. 12. 1); el Sal­mo 131. 8, que habla de cómo Ya­weh "lleva a sus elegi­dos al lugar del descan­so"; o la pre­gunta del Cantar de los Canta­res (8. 5): “¿Quién es ésta que sube del desier­to [en la Vulgata se aña­de: rebo­sante de delicias], recostada sobre su amado?"
   Algunos teólogos posteriores quisieron enlazar también, con el Génesis, capítulo 3, la glorificación corporal de María. Se insi­nuaría en el mismo pasaje en que se habla, como un signo más, de la victo­ria de la mujer sobre los poderes del mal.   El dogma se apoyó sobre todo con las razones sólidas de los teólogos y escri­tores, sin necesidad de explorar dema­siado la Escritura.

    3. Evolución del dogma

   Las creencias primitivas se pierden en las actitudes religiosas generales de los primeros cristianos. Pero hay un hilo conductor constante, que es la concien­cia de la singularidad de María, en cuan­to Madre de Jesús.

   3.1. Tiempos antiguos

   La idea de la Asunción corporal de la Virgen se halla expresada inicialmente en los relatos apócrifos sobre el tránsito de la Virgen, que datan de los siglos V y VI. Aunque tales relatos no posean valor histórico ni dogmático, conviene hacer distinción entre su importancia como eco de creencias ambientales de cierta difusión y su valor objetivo de doctrina religiosa de algunas comunidades.
   Nadie duda de que, al margen de los detalles fantasiosos que recogen, reflejan una simpatía más o menos divulgada por la creencia. Un apócrifo copto del S. VI llega a poner la fecha de la muerte el 18 de Enero y el dato de que 112 días después, es decir el 15 de Agosto, se halló su sepulcro vacío.
   Parece que fue en Jeru­salén don­de por primera vez se conme­moró tal festi­vidad el 15 de Agosto, fecha que pasó a ser de aceptación universal cuando el em­perador Mauricio mandó hacia el año 600 celebrarla en todo su reino.
   El primer escrito eclesiástico de cierto valor teológico que habla de la Asunción corporal de María es el comentario de Gregorio de Tours (+ 594), que lo da como hecho indiscutible (Mirácula 1. 4). Sigue en su argumentación el relato apócrifo del siglo V, el "Tránsito de la Bienaventurada Virgen María". Este texto se divulgó en diversas lenguas: griego, latín, copto, siriaco incluso árabe.
   Para entonces ya se celebraba la fiesta de la muere de María en la Iglesia de Oriente, por ejemplo en Antioquía. En otros lugares se hacía, el domingo antes de Navi­dad.
   Se conservan diversos sermones anti­guos en honor del tránsito de María, el primero de los cuáles es el del Obispo Teotectos de Palestina que, hacia el 550, argumenta sobre la razón de tal privilegio. Consi­dera como razón fundamental el que María está viva, en cuerpo y alma, en el cielo, a fin de poder inter­ce­der por los cristia­nos: "Has­ta cuan­do estaba en la tierra, moraba ya en el cielo y hablaba con los ángeles y era la embajadora de la hu­manidad ante el Rey sin mácula. El la glorificó verda­dera­mente y la glorificará mucho más."
   Las enseñanzas asuncionistas se hacen ya normales desde el siglo VIII, en escritos como los de Modesto de Jerusa­lén (hacia 700), de Germán de Constan­tino­pla (+ 733), de Andrés de Creta (+ 740), de Juan de Damasco (+ 749) y de Teo­doro de Estu­dión (+ 826).
   En Occidente, la celebración de la Asunción de María se divulgó también desde el siglo VII. Algunos textos sobre este hecho, como un sermón hacia el año 700 atribuido a Germán de Constantinopla, tuvieron amplia difusión.

   3. 2. Tiempos medievales

   Los siglos medievales fueron ya prolí­fi­cos en confesiones asuncionistas. Por ejemplo, el martirologio de Usuardo, del siglo VIII, que se leía en el coro de muchos conventos y cabildos, admitía y proclamaba la Asun­ción como fiesta de gran devo­ción cristiana.
   Tal vez la más clara, sistemá­tica e influyente de las argumentaciones fue la que apareció en el tratado "Ad interrogate", atribuido a S. Agus­tín, pero cierta­mente redac­tado hacia el siglo XII. En él se apoya la razón última de la Asunción en la Mater­nidad divina y en la carencia de pecado original. Serían los argumen­tos más sólidos y definitivos y los gran­des teólogos del XII y XIII se basa­rían en sus razones para explicar el misterio asuncionista.
   Así vemos en S. Bernardo que, en cuatro sermones sobre el tema, la acep­ta como presente en el cielo, aunque no acierta a explicar la realidad de su asun­ción en cuerpo. Y lo mismo ocurre en S. Anselmo, que explicita la acción de María en el cielo de forma exaltada, según su estilo literario, sin llegar a afirmaciones contundentes sobre su presen­cia viva y resuci­tada.
   Las razones de Santo Tomas de Aquino, como todas las suyas, son lógicas y objetivas, con un fuerte sabor cristológi­co que es su nota teológica distintiva. En S. Buenaventura, los afectos cobran más importancia que las razones. Am­bos santos represen­tan ya las dos co­rrien­tes mayoritarias de dominicos y franciscano, los cuales, en este dogma, a diferencia del inmaculista, estuvieron muy concordes y medidos. Los carmelitas, servitas, cartujos y otras Ordenes contemporáneas, así como algunas de las militares, tuvieron tal creencia de forma uniforme en sus actos de piedad y en sus predi­caciones.

   3. 3. Los tiempos renacentistas

   Diversos escritores del siglo XV y del XVI cantaron las grandezas de María, ya presente en el cielo en cuerpo y alma. El excelente catequista que fue Juan Ger­son, canciller de la Universidad de París, resaltaba en su obra "El Mag­nífi­cat" el inestimable cuidado que desde el cielo ejerce la Santa Madre del Señor.
   El ardiente predicador S. Bernardino de Siena (+1444), en sus a veces exagerados sermones populares se encomienda al amoroso y gran poder que ejerce la Madre de Dios y a las ayudas que otorga a sus devotos.
   Las diversas Ordenes que, después de la Reforma protestante y de la reac­ción de Trento se van ellas mismas reformando, coinciden en sus devocio­nes asuncionistas y en los escritos de sus reforma­dores, como es el caso de Sta. Teresa de Jesús, se ensalzan sin vacilación las gran­dezas de María que vive y reina en el cielo.
   En la reforma del Breviario que hizo Pío V en 1568 se dio relevancia a la fiesta de la Asunción corporal de María.
   La devoción a la fiesta de la Asunción cobró enorme auge en el mundo cató­lico a partir del siglo XVII, que se hizo uni­versal y familiar.
   En 1668 tuvo lugar en Francia una polémica con diver­sos escri­tos en torno a la Asuncion. Estuvo motivada por ha­ber vuelto a poner en vigor el cabildo de Ntre. Dame de París la lectura diaria del martirologio de Usuardo, suprimido un siglo antes. Algunos auto­res, como Juan Launoy (+ 1678) defen­dieron el punto de vista de Usuardo y su explícita alabanza del hecho asun­cionista como dogma religioso, aunque todavía no definido, pero que algunos trataban de reducir a simple y popular creencia.
   Benedicto XIV (1740-1758) reclamó la doctrina de la Asunción como "una pia­dosa y probable opinión", pero sin querer por ello decir como Papa que pertene­ciera al depósito de la fe.
   En el siglo XIX, dentro del espíritu de la restauración postnapoleónica, se fue­ron incrementando los deseos de mu­chos de que esta verdad fuera proclamada como dogma por la Iglesia.
   El año 1849 se elevaron a la Sede Apostólica las primeras peticiones orga­ni­zadas por diversos Obispos, a fin de que se declarara esta doctrina como dogma de fe. Veinte años después, en el Conci­lio ecuménico Vaticano I fueron casi doscientos los Obispos que suscri­bieron una solicitud en favor de la definición. Aunque los efectos fueron nulos por motivo de la abrupta interrupción del Concilio, la ten­dencia fue transformándo­se de arroyo en río cada vez más caudaloso. Desde comienzos de siglo XX, las peticiones se incrementaron.
   Y fue ya a mediados de siglo cuando, después de que el episcopado en pleno respondiera de forma casi unánime a una consul­ta oficial del Papa Pío XII en 1946, cuando se precisó la definición dogmática. El mismo Papa proclamó la doctrina unánime del Magisterio ordinario y la fe universal del pueblo cristiano el  1 de Noviembre de 1950, con la Consti­tución apostólica "Munificentíissimus Deus". Las palabras definitorias eran preci­sas y estudiadas: "Para gloria de Dios omnipo­ten­te, para honor de su Hijo, Rey inmor­tal de los siglos y ven­cedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la misma augusta Madre y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autori­dad de nuestro Señor Jesucristo, de los Santos apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra propia, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuer­po y alma a la gloria celestial."

    4. Asunción y catequesis
 
    La presencia viva y activa de María en el cielo, es decir después del hecho de su asunción, es un objeto de fe católica y no solamente una leyenda, una fábula o una creencia tradicional. Tal es la doctri­na religiosa objeto de enseñanza y también es fuente de inspiración de vida cristiana
   Ambos aspectos implican compromisos en la catequesis.

   4.1. Enseñanza doctrinal

   Lo primero es convertirlo en objeto de enseñanza. En cuanto dogma requiere clara y serena presentación, en conformidad con la edad y madurez espiri­tual de los catequizandos.
   Se debe presentar con perspectiva eclesial, es decir a la luz de lo que la Iglesia enseña, y no con dimensión per­sonal. Por eso en la presentación de este misterio objeto de fe debe primar las expresiones y los planteamientos eclesia­les y no las ocurrencias persona­les o pasajeras.
   Por eso debe ser puesto en su sitio, lo que es equivalente a decir que no debe ser desenfocado en su importancia, pero tampoco minimizado. Si Jesús ha querido que su Madre esté en cuerpo y en alma en el cielo, como símbolo y recuerdo de lo que va a ser el porvenir de cada uno de sus seguidores, mal haría el catequis­ta en resaltar sólo los aspectos margina­les del dogma, a costa de su verdadera perspectiva cristológica, escatológica y eclesial.

   4.2. Fuente de piedad

   Es misterio cristiano con gran fuerza para animar la piedad de los cristianos. En la catequesis hay que saber aceptar y aprovechar su dimensión moral, digna de hacerse notar. Ha calado hondamente en la Iglesia, tanto en sus pastores y teólogos, como en el pueblo fiel.
   Es recuerdo permanente del destino humano y por eso aliento a la esperan­za de nuestra resurrección de la carne, de nuestra vida perdurable, de la confianza en que seguiremos el mismo camino que abrió la Madre del Señor.
   Debemos mirar a María en el cielo, no como simple figura decorativa de la corte celestial, aunque la situemos en el lugar más excelente, sino como consuelo, modelo y reclamo que ayudara a los mor­ta­les a situarse ante la eternidad.
   Por eso la piedad cristiana la ha llena­do de invocaciones y títulos vinculados con su activa labor con los peregrinos de esta vida, que la miran como estrella de la mañana, pero también de la tarde.
   Se la llama Reina de los án­geles, pero también se la considera "Reina de los apóstoles, Reina de los mártires, Reina de las vírgenes, Reina de los confesores, Reina de los pecadores, Reina del mun­do y la paz". (Letanías laureta­nas) 
   Den­tro de la visión del Cuer­po Místi­co de Cristo (1. Cor. 12), de la Vid llena de savia (Jn.15.1-7), de la Barca en la que tra­bajan los pescadores del Señor (Mc. 6. 51. Lc. 5.7), María tiene un puesto destacado. Pero no lo tienen en cuanto figura histórica que vivió en la tierra y culminó su carrera mortal, sino en cuanto Madre de todos los hombres que sigue viva y atenta sus caminos.
   Esta dimensión de piedad vital es elemento catequístico de primer orden a todas las edades. Lo es, sobre todo, en los momentos madurativos, en los que el adolescente y el joven asumen sus com­promisos cristianos más conscientes.

   4.3. Consignas.

   Por eso el educador de la fe hará bien en clarificar sus criterios en este terre­no doctrinal y pasto­ral.

   4.3.1. María vive

   La consideración de que María vive y Reina de forma activa, debe mover a los cate­quistas a resaltar la tarea salvífica que ejerce con los cris­tianos. Hará de María un estímulo para el compromiso cristiano.
   La catequesis debe mirar esta verdad religiosa como fuente fecunda de actitu­des personales o colectivas, siempre operativas: sentido de la oración, invita­ción a las obras de caridad, sensibilidad ante los deberes profesionales, etc. Ella nos ayuda en el camino, pero es preciso actuar con responsabilidad y conciencia. María está en el cielo porque cumplió la voluntad de Dios. Nosotros iremos al cielo si cumplimos esa misma y santa voluntad cada día.

   4.3.2 Es un misterio

   Es preciso clarificar la naturaleza del dogma, superando las leyendas y las curiosidades ingenuas de los apócrifos, que rozan el terreno e la superstición si es que determinados detalles no incurren en ella. El educador resaltará lo esencial del misterio, que es la fidelidad de María a Jesús y no la perspectiva an­tropo­mór­ficas con que a veces lo ador­namos: trono, luces, flores, sonrisas tiernas, colores vivos, en la iconografía mariana.
   Hay que fomentar la fe en la verdad que es objeto del misterio, no sólo en las figuras humanas y sensibles en que lo simbolizamos o apoyamos.
   La Asunción de María, como todo misterio cristiano, tiene que presentarse con la sobriedad, claridad y solidez de lo dogmático.

   4.3.3. Es el modelo

   María, subida al cielo en cuerpo y alma, anima a los cristianos continua­mente a mirar la vida eterna como la llamada definitiva del hombre y la vida presente como el tránsito temporal u contingente hacia ella.
   Por lo tanto, hay que enseñar a relativizar los ideales y anhelos de este mundo y hay que mag­nificar los que transportan al hombre hacia la vida eter­na. Entre ambos no hay oposi­ción, sino complementación. Se debe contemplar a la Madre de Dios glorifi­cada más con fe que con admiración, más con alegría que con sorpresa. Ella es modelo de armonía entre su misión doble: la terrenal y la celestial, entre lo que hizo en la tierra y lo que hace en el cielo.
   Con frecuencia la ascesis cristiana tiende a resaltar cierta contradicción entre ambas dimensiones. Las líneas antropológicas de la vida moderna no van por ese camino. María puede convertirse en un modelo, camino o reclamo para lograr la sintonía entre ambas vi­das, pues ella tiene la clave: la voluntad divi­na. Es lo que dio sentido a su vida terrena, y la razón de ser de su actuación en el cielo.

   4.3.4. Es ideal cristiano

   La oración y la práctica de las virtu­des que se resaltan en la Asunción de María: grandeza de ánimo, elevación de miras, amor a Jesús... son un programa exce­lente para los educadores de la fe, que pueden apoyarse en un soporte firme, como es el atractivo de un modelo materno y de una mujer sublimada hasta los umbrales de lo divino. Fidelidad, gene­rosidad, rechazo del pecado, virginidad, delicadeza, espíritu de oración, presencia de Dios... etc., se hallan en el recorda­torio que la Asunción de María represen­ta para todos los cristianos de buena voluntad.
   El saber presentar a María como modelo de esas actitudes radicales del cristiano supone el mejor apoyo didáctico para una buena catequesis, sobre todo en las edades de la infancia adulta, de la preadolescencia y de la juventud. 

IDEAS PARA UNA CATEQUESIS
SOBRE LA ASUNCIÓN DE MARIA

Moisés subió al SINAI   1ª subida: Ex.19.1 a 20.21: - El pueblo quedó atrás.   - Tuvo miedo y huyó.   - Se hizo un ídolo y lo adoró
   2ª subida Ex. 34. 1-13.   - Obtuvo el perdón.   - Nuevas tablas de la Ley
    - Moisés establece el culto

FIGURA DE MARIA   Cercanía a Yaweh, Dios.  Habla cara a cara con El.

Elías asciende al cielo:   Arrebatado. 2 Rey. 2.1-13
      Ha sido el mensajero de Dios
      Ha recibido una palabra santa
      Ha cumplido una misión salvadora
      Ha luchado por el Reino de Dios
      Ha sido perseguido por su fe
      Es el final de su misión profética

FIGURA DE MARIA
    Arrebatado por el celo de Dios
    Recogido por un carro de fuego
    Dejó tras de si el manto

Asunción de María  Semejante a Moisés. - Al servicio del pueblo elegido.  - Dando fortaleza a los Apóstoles. - Cumpliendo la vocación divina.  - Encarnando en sí la Palabra eterna   - Siendo testigo de su venida.
  Semejante a Elías   - Llena del celo divino.   - Mensaje con una vida fiel y pura.  - Preocupada por los hombres.   - Sensible en los dolores ajenos
   - Fuerte hasta la cruz

                                       A la Asunción de María

  Tu alma noble, acogerá en sus brazos
el Verbo concebido en tus entrañas;
y ella, sin cuerpo, extenderá tus brazos
con otras formas de abrazar extrañas;
   y él también le dará dulces abrazos
(oye, que así tu gran dolor engañas)
tu cuerpo al fin se quedará en la tierra
feliz si mucho tiempo en sí lo encierra.

  Más ungidos con bálsamos süaves,
y con largos obsequios venerado,
con graves prosas e himnos graves
será en Getsemaní luego enterrado;
  ángeles santos, cuan cantoras aves,
entre el coro de apóstoles sagrado
y entre mil otros ínclitos varones,
al cielo entonará dulces canciones.

  Y el Sepulcro cerrado, dulce archivo
de tal tesoro, el cristianísimo noble,
muerto a su pena y a tu gloria vivo,
en profunda oración quedará inmoble;
   batiendo pues el tiempo fugitivo
con pluma infatigable el primer moble,
el dichoso vendrá tercero día
de siempre eterna y última alegría.

   El alba entonces bordará de flores
el prado y de arreboles el oriente;
su lengua pulirán los ruiseñores,
espejarán las aguas su corriente;
   el aire se ornará de resplandores,
y el mismo sol de luz más excelente
de suavidad la tierra y de consuelo
y de inmenso placer y fiesta el cielo.

   En esta pura aurora deleitable
tu alma pura al cuerpo generoso
será unida por modo inexplicable,
y un nuevo ser le infundirá glorioso;
   belleza ilustre, agilidad notable,
luz que al planeta venza luminoso,
impasibilidad y sutileza
sobre toda mortal naturaleza.

   Del sepulcro saldrás resucitada,
¡oh Virgen!, y los ángeles atentos
en música conforme y regalada
te tañerán suaves instrumentos;
   y en procesión alegre y concertada
rasgarán los más puros elementos
otros muchos, tu fiesta celebrando,
tu gloria viendo, tu valor cantando.
  (Diego de Hojeda. La Cristiada. XI